No hay duda de que la vida funciona a base de casualidades, pero este hecho induce a mucha gente a creer en la existencia de una especie de Destino (así, con mayúscula) que guía con meticulosa precisión nuestros pasos. Ello ocurre porque casi nunca somos conscientes de las otras casualidades que pudieron producirse, pero que nunca se llevaron a cabo. Me explico: tal vez un día se dio la afortunada coincidencia de que el chico X conoció a la chica Y gracias a que X perdió su autobús habitual, y se vio obligado a coger otro, donde ¡oh, casualidad!, viajaba Y. Por el camino X e Y trabaron conversación y acabaron congeniando, de modo que, al cabo de un tiempo, ambos llegaron a casarse y a fundar una familia feliz. Puede que a X y a Y les parezca que esa sucesión de casualidades estuvo predeterminada por el Destino, pero en realidad ello se debe a que ambos desconocen las otras casualidades que se habrían dado en el caso de que X no hubiese perdido su autobús: tal vez, si lo hubiese cogido a tiempo, X habría llegado a su parada habitual, habría comprado un billete de lotería como era su costumbre, y ¿por qué no? podría haber sido afortunado y haber ganado el Gordo en el siguiente sorteo, con lo que su vida habría dado un giro totalmente diferente del que dio al conocer a su amada Y. Seguro que en este caso, X hubiera seguido creyendo en el Destino, cuando en realidad la vida es puro azar.
Cambiando ligeramente de tema, resulta curioso que tan sólo nos fijemos en las casualidades y azares que en cierto modo cambian nuestra rutina diaria, mientras que no reparamos en los que hacen que las cosas salgan bien. En este hecho se basa la falsa, manoseada y archiconocida Ley de Murphy, según la cual, si algo puede salir mal, saldrá mal. Esto no es cierto en absoluto: lo que ocurre es que sólo nos fijamos en las ocasiones en que si algo podía salir mal, salió mal. Si, por el contrario, salió bien, no reparamos en ello, ya que parece que tenemos cierta tendencia a registrar en nuestra memoria las veces en que las cosas se tuercen. Ejemplo: una mañana se nos cae la tostada que estábamos untando de mermelada para el desayuno, y resulta que cae al suelo por la parte untada, con lo cual dedicamos unos cuantos juramentos al evento. Dos días más tarde, la tostada del desayuno se nos cae de nuevo, pero esta vez somos afortunados y lo hace por el lado sin untar: seguramente nos limitaremos a recogerla, satisfechos, y seguiremos desayunando sin dar más importancia al suceso. Una semana después se nos vuelve a caer la tostada (qué le vamos a hacer; somos torpes), y esta vez la fatilidad hace que -¡chof!- vuelva a tocar el suelo con la parte de la mermelada. Enfadados, murmuramos la consabida frase "¡Murphy tenía razón!", ya que ni siquiera recordaremos la ocasión en lo que no ocurrió lo mismo porque ya lo habremos borrado de nuestra memoria. En la situación en que algo puede salir mal, tenemos tendencia a recordar sólo las casualidades negativas (aquellas que rompen el apacible devenir de las cosas). En realidad, la Ley de Murphy no existe: su lugar lo ocupa un mecanismo psicológico. Haced la prueba, y fijaros la próxima vez en que vayais a hacer algo en lo que haya una pequeña posibilidad de que salga mal: si sale bien, como es de esperar, veréis que rápido os olvidais. Si, por el contrario, sale mal, enseguida estareis invocando a Murphy. ¡Seguro!
Cambiando ligeramente de tema, resulta curioso que tan sólo nos fijemos en las casualidades y azares que en cierto modo cambian nuestra rutina diaria, mientras que no reparamos en los que hacen que las cosas salgan bien. En este hecho se basa la falsa, manoseada y archiconocida Ley de Murphy, según la cual, si algo puede salir mal, saldrá mal. Esto no es cierto en absoluto: lo que ocurre es que sólo nos fijamos en las ocasiones en que si algo podía salir mal, salió mal. Si, por el contrario, salió bien, no reparamos en ello, ya que parece que tenemos cierta tendencia a registrar en nuestra memoria las veces en que las cosas se tuercen. Ejemplo: una mañana se nos cae la tostada que estábamos untando de mermelada para el desayuno, y resulta que cae al suelo por la parte untada, con lo cual dedicamos unos cuantos juramentos al evento. Dos días más tarde, la tostada del desayuno se nos cae de nuevo, pero esta vez somos afortunados y lo hace por el lado sin untar: seguramente nos limitaremos a recogerla, satisfechos, y seguiremos desayunando sin dar más importancia al suceso. Una semana después se nos vuelve a caer la tostada (qué le vamos a hacer; somos torpes), y esta vez la fatilidad hace que -¡chof!- vuelva a tocar el suelo con la parte de la mermelada. Enfadados, murmuramos la consabida frase "¡Murphy tenía razón!", ya que ni siquiera recordaremos la ocasión en lo que no ocurrió lo mismo porque ya lo habremos borrado de nuestra memoria. En la situación en que algo puede salir mal, tenemos tendencia a recordar sólo las casualidades negativas (aquellas que rompen el apacible devenir de las cosas). En realidad, la Ley de Murphy no existe: su lugar lo ocupa un mecanismo psicológico. Haced la prueba, y fijaros la próxima vez en que vayais a hacer algo en lo que haya una pequeña posibilidad de que salga mal: si sale bien, como es de esperar, veréis que rápido os olvidais. Si, por el contrario, sale mal, enseguida estareis invocando a Murphy. ¡Seguro!
Seguro que este hombre no se acuerda de todas las veces en que no había nadie fumando a su lado en el restaurante
PD: Espero que me perdoneis esta paranoia, pero hacía tiempo que quería escribir sobre ello.
1 comentarios:
Estimado Ricardo; tu debate ideológico, efectivamente muy racionalista no sirve sino para confirmar la existencia de las leyes de Murfin ( lo leonesizo).Para hacer una ley perfecta esta debe contemplar excepciones, y así planteó Murfín las suyas. DE tal manera que tu comentario viene a ratificar la validez y vigencia de dichas leyes, en el sentido de que el Destino existe, no como algo inexorable y predeterminado, sino como algo inexorable y posible. Si utulizamos un análisis que supere el espacio-tiempo, tendremos que es perfectamente explicable el sentido de ese Destino no como algo inexorable y futuro, sino como algo parado y sucedido, pero reversible, de manera que nuestra vida transcurre simultánemamete en todas sus etapas y podríamos pasar sin problema de una fase a otra, de un minuto a otro, si tuvieramos la facultad de la inmortalidad. Por otro lado, la racionalidad estricta no sirve para explicar las leyes de Murfín, por que otra excepción suya a sus leyes dice que cuando intentas resolver un problema, lo único que haces en complicarlo.Saludos
Publicar un comentario