Abd Allah nos cuenta en esta obra, entre otras cosas, los tiempos de esplendor de Almanzor, y nos explica sus tácticas políticas y militares, así como los supuestos comienzos de la dinastía azirí y la fundación de la ciudad de Granada. Pero los detalles comienzan a ser mucho mayores cuando el autor llega a narrar su propia época, reflejando las luchas intestinas que padecía Al Ándalus de los reinos de Taifas, siempre envuelto en guerras fratricidas y a la vez siempre bajo la sombra del poderío militar de Fernando I y su hijo Alfonso VI. Estos débiles reinos se veían obligados a pagar exorbitantes sumas de oro al rey leonés, quien jugaba con ellos como el jugador de ajedrez que sabe que tiene ganada la partida. Cuando Alfonso se hizo con Toledo (1085), el desánimo cundió entre los musulmanes, y Abd Allah no fue la excepción: no me resisto a incluir este párrafo del Capítulo VII, que resume de forma magistral todos estos aspectos:
(…) Era la época en que el rey cristiano [Alfonso VI], tras de tomar Toledo [año 1085], se lanzaba sobre toda la Península y, después de haber dicho que se daba por contento con que le pagáramos tributo, nos trataba con poca benignidad. Lo que quería era apoderarse de nuestras capitales; pero, lo mismo que había dominado Toledo por la progresiva debilidad de su soberano, así pretendía hacer con los demás territorios. Su línea de conducta no era, pues, sitiar ningún castillo ni perder tropas en ir contra una ciudad, a sabiendas de que era difícil tomarla y de que se le opondrían sus habitantes, contrarios a su religión; sino sacarle tributos año tras año y tratarla duramente por todos los procedimientos violentos, hasta que, una vez reducida a la impotencia, cayese en sus manos, como había ocurrido con Toledo.El propio Abd Allah se vio obligado a pagar cuantiosísimas cifras al rey leonés, lo que, como veremos, le provocó serios quebraderos de cabeza. En cualquier caso, hasta ese momento parecía que sus únicas preocupaciones eran su rebelde hermano mayor (el príncipe de Málaga) y Alfonso VI, pero en el año 1086 apareció un nuevo poder en la Península Ibérica con la llegada de los almorávides al mando del emir Yusuf Ibn Tasufin. Estos monjes-soldado musulmanes en principio acudieron para llevar la “Guerra Santa” contra el reino de León, y junto a tropas de los taifas alcanzaron una sonora victoria frente a Alfonso VI en Sagrajas. El autor de las Memorias participó en esta batalla, aunque la denominó Batalla de Badajoz, y no le concedió tanta importancia como le dieron algunos sus correligionarios. De hecho, Abd Allah nos da sobrados testimonios de que Alfonso VI se rehizo enseguida de este supuesto descalabro. En efecto, poco después de la victoria de Sagrajas, Tasufin y Abd Allah sometieron a asedio al castillo de Aledo (Murcia), que estaba en manos leonesas, pero tras un tiempo “llegó la noticia de que Alfonso se dirigía a Aledo, anuncio que produjo en los sitiadores una penosa impresión”, por lo que finalmente “el Emir de los musulmanes pensó que lo mejor sería desistir del asedio y dar media vuelta, no sólo por la fatiga y el cansancio de los soldados, sino también por la gran multitud de cristianos que venían” (Cap. VII, ¶54). Tras esta retirada, el rey leonés volvió a sentirse lo suficientemente seguro de su posición para exigir y obtener los tributos pendientes de Zaragoza y “los demás príncipes de Levante”. Al mismo tiempo, le reclamó a Abd Allah el pago de las tres anualidades retrasadas por la batalla de Sagrajas (30.000 meticales), lo que el granadino tuvo que aceptar de mala gana. En cualquier caso, se puede leer entre líneas que Abd Allah desconfiaba de los emergentes almorávides, y que su trato con Alfonso VI en ocasiones debió rozar la alianza frente a los islamistas. Al menos así lo vio Tasufin, quien tras un corto regreso al norte de África volvió con un ejército a la Península y destituyó a Abd Allah como rey de Granada, acusándole de connivencia con el monarca leonés.
La noticia de lo sucedido en esta ciudad tuvo en todo al-Andalus una enorme repercusión, llenó de espanto a los andaluces y les quitó la menor esperanza de poder seguir habitando en la Península.
En los capítulos X y XI el autor de las Memorias narra cómo fueron cayendo en manos almorávides todos los corruptos reinos de Taifas (Málaga, Córdoba, Sevilla, Badajoz...), en lo que constituyó una auténtica segunda invasión musulmana de la Península, aunque hay que recordar que todavía hubo una tercera en el año 1115, llevada a cabo por los almohades. Ambas invasiones recibieron el calificativo de “Guerra Santa” por sus promotores, aunque no se dirigieron sólo contra los infieles cristianos, sino también contra los corruptos musulmanes locales. Y es que éstos últimos no solían respetar muchos de los preceptos del Islam: por ejemplo, Abd Allah no tiene ningún empacho en reconocer que era un gran aficionado al vino (algo que compartía con muchos otros andalusíes). Lo curioso del asunto es que con el tiempo los ortodoxos almorávides también acabaron sucumbiendo a las corruptelas y corrupciones peninsulares, por lo que fueron a su vez invadidos por los almohades.
Respecto al Cid, no aparece mencionado en ninguna parte de la obra, aunque en el Capítulo XI Abd Allah cita como de pasada “el asunto de Valencia”, que había sido tomada por el castellano, pero no lo relata pormenorizadamente “porque un acontecimiento no puede ser bien referido hasta que del todo no termina”.
Como podéis ver, estas Memorias son toda una mina para los medievalistas, y a pesar de que compré el libro tan sólo para buscar las partes que hicieran referencia a Alfonso VI, es tan ameno que al final lo he leído completo. Es un documento de gran valor para comprender el oscuro mundo de los reinos de Taifas, en el que los engaños, traiciones y asesinatos jugaron un papel protagonista. Y todo ello regado con lujo asiático, riquezas incalculables, y mucho vino. Como curiosidad final, señalar que a pesar de que Abd Allah quiso presumir de hombre culto y refinado al que no le importaban las riquezas, según varios testimonios contemporáneos si alcanzó la fama fue precisamente por su proverbial avaricia.